Buenos días queridos amigos de este Blog, hoy quiero compartirles este artículo de Borja Vilaseca, muy jugoso, ojalá os sirva.
Hace poco más de un año "conozco" a Borja, y le agradezco inmensamente lo que comparte con nosotros.
que tengáis un muy buen día!
Rossana
por Borja Vilaseca
Tenemos tanto miedo al cambio,
que muchos nos aferramos a una serie de mecanismos de defensa para no
cuestionar las creencias con las que hemos creado nuestra identidad.
Cuenta una historia que el joven rey de
un imperio lejano se cayó un día de su caballo y se rompió las dos
piernas. A pesar de contar con los mejores médicos, ninguno consiguió
devolverle la movilidad. No le quedó más remedio que caminar con
muletas. Debido a su personalidad orgullosa, mandó publicar un decreto
por el cual se obligaba a todos los habitantes a llevar muletas. Del día
a la noche, todo el mundo comenzó a arrastrarse –en contra de su
voluntad– con el apoyo de dos palos de madera. Las pocas personas que se
rebelaron fueron arrestadas y condenadas a muerte. Desde entonces, las
madres fueron enseñando a sus hijos a caminar con la ayuda de muletas en
cuanto comenzaban a dar sus primeros pasos.
Y dado que el monarca tuvo una vida muy
longeva, muchos habitantes desaparecieron llevándose consigo el recuerdo
de los tiempos en que se andaba sobre las dos piernas. Años más tarde,
cuando el rey finalmente falleció, los ancianos que todavía seguían
vivos intentaron abandonar sus muletas, pero sus huesos, frágiles y
fatigados, se lo impidieron. Acompañados por sus inseparables muletas,
en ocasiones trataban de contarles a los más jóvenes que años atrás la
gente solía caminar sin la necesidad de utilizar ningún soporte de
madera. Sin embargo, los chicos solían reírse de ellos.
Movido por su curiosidad, en una ocasión
un joven intentó caminar por su propio pie, tal y como los ancianos le
habían contado. Al caerse al suelo constantemente, pronto se convirtió
en el hazmerreír de todo el reino. Sin embargo, poco a poco fue
fortaleciendo sus entumecidas piernas, ganando agilidad y solidez, lo
que le permitió dar varios pasos seguidos. Curiosamente, su conducta
empezó a desagradar al resto de habitantes. Al verlo pasear por la
plaza, la gente dejó de dirigirle la palabra. Y el día que el joven –ya
recuperado– comenzó a correr y a saltar, ya nadie lo dudó; todos
creyeron que se había desquiciado por completo… En aquel reino, donde
todo el mundo sigue llevando una vida limitada caminando con la ayuda de
muletas, al joven se le recuerda como “el loco que caminaba sobre sus
dos piernas”.
LA INFLUENCIA DE LA SOCIEDAD
“Sé obediente. Estudia. Trabaja. Cásate. Ten hijos. Hipotécate.
Mira la tele. Pide préstamos. Compra muchas cosas. Y sobre todo, no
cuestiones jamás lo que te han dicho que tienes que hacer.”
(George Carlin)
No hay nadie a quien culpar. Pero lo
cierto es que desde el día en que nacemos se nos adoctrina para que nos
convirtamos en empleados sumisos y consumidores voraces, perpetuando el
funcionamiento insostenible del sistema. Así es como, al entrar en la
edad adulta, seguimos la ancha avenida por la que transita la mayoría,
olvidándonos por completo de seguirnos a nosotros mismos, a nuestra voz
interior. Por el camino nos desconectamos de nuestra verdadera esencia
–de nuestros valores y principios más profundos–, construyendo una
personalidad adaptada a lo que nuestro entorno más cercano espera de
nosotros.
Si bien la sociedad y la tradición
ejercen una poderosa influencia sobre cada uno de nosotros, en última
instancia somos libres para tomar decisiones con las que construir
nuestro propio sendero en la vida. Es una simple cuestión de asumir
nuestra parte de responsabilidad. Sin embargo, tomar las riendas de
nuestra existencia nos confronta con nuestro miedo a la libertad. De ahí
que si parece que nada se transforma es porque –en primer lugar– la
mayoría de nosotros nos resistimos a cambiar.
Prueba de ello es que tendemos a
ridiculizar e incluso oponernos fieramente a procesos y herramientas
–como el autoconocimiento y el desarrollo personal– orientados a cambiar
nuestra mentalidad. Más que nada porque dicha actitud implicaría dar el
primer paso hacia una dirección aterradora: cuestionarnos a nosotros
mismos. Es decir, al sistema de creencias con el que hemos creado nuestro falso concepto de identidad.
LOS SIETE ENEMIGOS DEL CAMBIO
“Formamos parte de una sociedad tan enferma que a los que quieren sanar se les llama raros y a los que están sanos se les tacha de locos.”
(Jiddu Krishnamurti)
Al obedecer las directrices determinadas
por la mayoría, hacemos todo lo posible para no salirnos del camino
trillado, rechazando sistemáticamente ideas nuevas, diferentes y
desconocidas. No nos gusta cambiar porque a menudo lo hemos hecho cuando
no nos ha quedado más remedio. Por eso lo solemos asociar con la
frustración y la vergüenza que conlleva sentir que nos hemos equivocado.
O peor aún: que hemos fracasado. De ahí las tan pronunciadas
sentencias: “¡Yo soy así y no pienso cambiar!” “¡Los que tienen que
cambiar son los demás!”
Tanto es así, que existen siete
mecanismos de defensa cuya función es la de garantizar la parálisis
psicológica de la sociedad. En esencia, representan las principales
motivaciones subyacentes de todas aquellas excusas que nos contamos a
nosotros mismos para no cambiar. Estos mecanismos psíquicos nos llevan a
tomar decisiones y a adoptar actitudes y comportamientos que van en
contra de nuestro bienestar. O más concretamente, en contra de la
posibilidad real de promover un cambio constructivo en nuestra manera de
ver, entender y disfrutar de la vida.
El primer mecanismo de defensa es el miedo. Sin duda alguna, el más utilizado por el statu quo
como elemento de control social. Cuanto más temor e inseguridad
experimentamos los individuos, más deseamos que nos protejan el estado y
las instituciones que lo sustentan. Basta con bombardear a la
población con noticias y mensajes con una profunda carga negativa y
pesimista. Sobre todo porque está demostrado que estos se instalan en
algún oscuro rincón de nuestro inconsciente, alimentando así a nuestro
instinto de supervivencia. Además, cuando vivimos con miedo nos sentimos
mucho más vulnerables y amenazados. Y al buscar todo tipo de
seguridades y certezas, cerramos las puertas de nuestra mente y nuestro
corazón a lo nuevo y lo desconocido.
AUTOENGAÑO Y NARCOTIZACIÓN
“Nadie es más esclavo que quien falsamente cree ser libre.”
(Johann W. Goethe)
Dado que el cambio es el mayor enemigo
del miedo, enseguida aparece en escena el autoengaño. Es decir,
mentirnos a nosotros mismos –por supuesto sin que nos demos cuenta– para
no tener que enfrentarnos a los temores e inseguridades inherentes a
cualquier proceso de transformación. Para lograrlo, basta con mirar
constantemente hacia otro lado, tratando de no pensar ni hablar sobre
aquellos temas y asuntos que puedan incomodarnos.
Por esta razón, el autoengaño suele dar
lugar a la narcotización. Y aquí todo depende de los gustos,
preferencias y adicciones de cada uno. Lo cierto es que la sociedad
contemporánea promueve infinitas formas de entretenimiento, que nos
permiten evadirnos de nuestros pensamientos, emociones y estados de
ánimo las 24 horas del día. Así es como intentamos sepultar nuestra
latente crisis existencial. Dado que en general huimos permanentemente
de nosotros mismos, lo más común es encontrarnos con personas que –al
igual que nosotros– no van hacia ninguna parte.
Con el tiempo, esta falta de propósito y
de sentido suele generar la aparición de la resignación. Cansados
físicamente y agotados mentalmente, decidimos conformarnos, sentenciando
en nuestro fuero interno que “la vida que llevamos es la única
posible”. Es entonces cuando asumimos definitivamente el papel de
víctimas frente a nuestras circunstancias y, por consiguiente, frente a
la vida. Esta es la razón por la que solemos culpar a los demás y a
nuestras circunstancias por todo aquello que no nos gusta acerca de
nosotros y de nuestra vida.
ARROGANCIA Y CINISMO
“Ninguna persona cambia hasta que su situación deviene insoportable.”
(José Antonio Marina)
Puesto que el victimismo se sostiene
sobre un sistema de creencias erróneo y limitante, en caso de sentirnos
cuestionados solemos defendernos impulsivamente por medio de la
arrogancia, muchas veces disfrazada de escepticismo. Esta es la razón
por la que solemos ponernos a la defensiva frente a aquellas personas
que piensan de forma diferente a nosotros, insinuándonos que el cambio
todavía es posible. Al mostrarnos soberbios e incluso prepotentes, lo
que intentamos es preservar nuestra identidad rígida y estática, de
manera que no nos veamos obligados a cambiar.
En el caso de que sigamos posponiendo lo
inevitable, la arrogancia suele mutar hasta convertirse en cinismo.
Sobre todo tal y como se entiende hoy en día. Es decir, como la máscara
con la que ocultamos nuestras frustraciones y desilusiones, y bajo la
que nos protegemos de la insatisfacción que nos causa llevar una vida de
segunda mano, completamente prefabricada. Tal es la falsedad de los
cínicos, que suelen afirmar que “no creen en nada”, poniendo de
manifiesto que en realidad no creen en sí mismos.
Por último, existe un séptimo mecanismo
de defensa: la pereza. Y aquí no nos referimos a la definición actual,
sino al significado original que nos revela su raíz etimológica. Así, la
palabra “pereza” procede del griego acedia, que quiere decir
“tristeza de ánimo de quién no hace con su vida aquello que intuye o
sabe que podría realizar”. No importa la edad que tengamos. Ni lo
desoladoras o adversas que sean nuestras circunstancias actuales.
Estamos a un solo pensamiento de dar el primer paso. Nadie dijo que
fuera un proceso fácil. Pero para empezar a vivir nuestra propia vida –y
no la de otros– el cambio es sin duda nuestro mejor aliado.